Sí, tengo miedo.
“Tu miedo termina cuando tu mente se da cuenta que es ella la que crea ese miedo”. Alejandro Jodorowsky.
Cierro los ojos, imagino delante de mi, a unos cien metros, una puerta, una puerta muy muy grande, es opaca, gris, oxidada, está cerrada totalmente, por lo que no hay manera de saber qué hay detrás de ella. Su gran altura e imponente tamaño me intimida, y comienzo a sentir una sensación de incertidumbre, de ansiedad, por imaginar lo que se oculta tras esa vieja puerta. Sí, siento miedo.
Han pasado unos minutos, y sigo contemplando la puerta, cayendo en cuenta que no sólo tengo que acercarme a ella sino que debo abrirla y pasar. En ese momento siento que me congelo y el temor a lo desconocido comienza a apoderarse de mi. No sólo no quiero entrar sino que quisiera darme la media vuelta y salir corriendo.
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Esta es la visualización que me ha ayudado a hacer consciencia de mis miedos, reales o inexistentes, pero que se apoderan de mi cabeza y se manifiestan en todo mi cuerpo físico, en mis reacciones o parálisis, y por consiguiente en mis decisiones.
Esa puerta representa cada una de esas circunstancias o etapas de mi vida en las que el no saber qué pasará, cuánto durará o cómo me sentiré me ha hecho desistir de mis intentos o actuar de una manera errónea, confusa. Decidir por miedo nunca me ha resultado una buena decisión.
Y me refiero específicamente a ese miedo psicológico, a ese que sólo está en nuestros pensamientos, no al real, donde sí hay una amenaza física verdadera, como un perro furioso, un arma apuntando o un auto a punto de arrollarte.
Esos temores imaginarios, tan conocidos pero al mismo tiempo tan inconscientes en mi, y que no en pocas ocasiones me han llevado a reaccionar no en función de lo que más me conviene, lo que quiero o lo que es mejor para mí y los demás sino desde donde siento menos miedo.
Miedo de no poder, de no tener, de no ser suficiente, de perder, de ser ignorada, de enfermar, de no ser capaz, de no ser valorada… miedo al rechazo, al abandono, a la pérdida, al fracaso, a la soledad, a ser juzgada, a equivocarme, a morir… [inserte aquí cualquier otro miedo que se le ocurra].
Fue hace un año y medio que salí de mi anterior trabajo, y en el cual me desarrollé por aproximadamente 15 años, sin embargo, el pensamiento de emprender otro camino tenía mucho tiempo más rondando mi cabeza. Y no porque mis actividades estuvieran mal, ni siquiera era el sueldo, de hecho cualquiera pudiera decir que fue una tontería dejar un puesto en gobierno “estando los trabajos tan difíciles hoy en día”… y precisamente, era eso lo que me detuvo muchos años: “el que dirán”, “cómo le voy a hacer”, “será lo correcto”, “y si fallo”.
Recuerdo que antes de decidirme a ir a hablar con mi jefe, pasé unos días pésimos, sin poder dormir ni comer, con dolor de estómago, de cabeza, ansiedad; y esa mañana, antes de salir de la cama, no pude pararme hasta después de haber llorado como recién nacido y en posición fetal. Suena exagerado, ahora lo sé, pero en ese momento, el miedo a lo que sería de mí sin ese “estatus” de jefa de departamento e ingreso económico me aterraba, pero al mismo tiempo, el ir detrás de un sueño, de desarrollar mi verdadera vocación y encontrar mi misión de vida, me daba un aliento de confianza, de creer que si escuchaba a mi corazón, tendría la respuesta.
Fueron muchas las veces en que no quise ir a abrir la puerta, en que me di la vuelta para volver y justificar mi permanencia en ese puesto. Como han sido muchas otras puertas las que no me he atrevido ni siquiera a mirar por el temor de no saber que habrá más allá de su cerradura. Sin embargo, a jalones, estirones y empujones, he ido entendiendo que lo único que puede curar el miedo es la acción: el miedo no desaparece pero al ACTUAR al respecto me di cuenta que ni me morí en el intento, y ni era tan grave como mi mente lo adelantaba.
Recién he hecho un ejercicio de identificar todos los miedos que puedo reconocer en mí, y la lista aún es larga, pues no importa cuánto lo trabaje o intente superar, los miedos no desaparecen, lo único que funciona es hacerlos concientes y cambiar nuestra actitud frente a ellos para afrontarlos de la mejor forma; pero no podemos avanzar si no los reconocemos primero y activamos esa sensación de bienestar y libertad que sentiremos al irlos superando. El truco no está en dejar de tener miedo sino en ir permitiendo que sea el amor el que nos anime a ir hacia adelante a pesar de el.
Cruzar del temor a la fe no es fácil, pero es posible cada vez que decido confiar, soltar el control y creer en mí, en mis capacidades, en mis recursos internos; y reconozco que la vida no siempre se va a desarrollar como yo espero, pero que sin duda voy a estar bien, independientemente de lo que suceda del otro lado de la puerta.
Bendiciones, AR.