Seguridad y Fatiga Gubernamental
En esa guerra morir no era lo más terrible, había algo peor. Svetlana Alexiévich
Los saldos que deja la violencia han dado un nuevo salto que raya en tragedia. Los especialistas en el tema hacen balance de los diez años que lleva la llamada guerra contra el narcotráfico, algunos nos remiten a una historia que se incuba como el sino de nuestro tiempo desde los años setenta del siglo pasado, cuando se aplica la conocida Operación Cóndor. Al margen del momento en que iniciemos el relato de este largo sufrimiento, la acción violenta de grupos criminales y del Estado arrojan números crecientes en la desaparición forzada de personas, en el desplazamiento de grandes grupos de población de sus lugares de origen y de muertes de ciudadanos. Tan sólo si nos referimos a los más de 200 mil ciudadanos muertos violentamente en la última década, según nuestros analistas, uno termina reflexionando sobre lo absurdo, lo irracional que significa perder tantas vidas. Quizás tenía razón Guillermo Cabrera Infante cuando escribió sobre el tema: “como si los muertos pudieran detener otro tiempo que no sea el suyo”. ¿Qué podemos explicar a nuestros hijos y nietos sobre la barbarie que vivimos hoy? Aún más, ¿Tenemos alguna propuesta concreta para enfrentar el problema de la violencia y los arrestos para luchar por ella? Una verdad se ha impuesto en estos cuarenta años de presencia creciente de drogas, de surgimiento de grandes grupos de poder desde las tinieblas de la actividades ilegal, de la acción represiva del Estado y de la corrupción que lo devora todo (incluido el Estado): la violencia no es un remedio, es tan solo un recurso que nos pone frente a otra dimensión, más grave aún, del problema original.
Pero aun cuando los medios registran que dos de cada tres ciudadanos se sienten inseguros y que todas las medidas tomadas por la autoridad frente al fenómeno de la violencia y delincuencia, muestren lejanía de cualquier modesto éxito, no todo está perdido. La sociedad siempre guarda su reserva moral y puede remontar en cualquier momento esto que muchos identificamos como crisis humanitaria. En cualquier momento (y este puede ser uno de ellos) puede iniciar esa marcha a buena andadura, a pesar de que la crean vencida, con un grito similar al de Papillón cuando logra escaparse de la Isla del Diablo: ¡Aún sigo vivo hijos de la chingada!
Sabemos que las instituciones no están en su mejor momento, pero ni contamos con otras ni les hemos exigido la tensión máxima frente a los problemas que deben atender y resolver, concretamente el fenómeno violento. Hagamos ahora un planteamiento: la Secretaría de Educación Pública y Cultura, así como las universidades públicas, deben abrir convocatoria interna y pública para reflexionar y debatir sobre los problemas de la violencia y el profundo daño que ha sufrido la sociedad como consecuencia de la misma.
Interesante sería que la convocatoria invitara a todas las voces, a todos los puntos de vista, para que la inseguridad sea analizada desde todos los ángulos posibles y de grupos sociales. Necesitamos reconocer el problema de la violencia en toda su magnitud para construir la fuerza y la decisión que demanda para enfrentarla. Todos tenemos algo o mucho que decir: los agentes de policía y miembros de las fuerzas armadas federales, que han perdido compañeros en las acciones o están desaparecidos; los familiares de civiles víctimas de homicidios o de desaparición forzada de personas; los estudiantes; los industriales; los comerciantes; los productores del campo. Todos.
El principio de fatiga es manifiesto en las instituciones. La prueba más clara es que en medio de un gran operativo de seguridad, ni hay sosiego en las bandas de delincuentes ni los índices de homicidios, desapariciones, desplazamientos de grupos humanos o robos, han disminuido. Pero, con todo, no echemos en saco roto la posibilidad de que instituciones como la SEPyC y las universidades públicas cubran ese frente que estimule la participación ciudadana en el tema de la seguridad y de donde pueden nutrirse de fuerzas frescas, de credibilidad social y de valiosas iniciativas para enfrentar la inseguridad ciudadana.
La única iniciativa permanente y a la que se le dedican crecientes montos de dinero es al uso de la fuerza y de las armas. Los resultados están a la vista: con el fracaso a cuestas y el dolor de una inmensa cantidad de víctimas. Cuando hablamos de la necesidad de que las instituciones educativas saquen ahora la cara en este renglón, puede generar opiniones en el sentido que no les corresponde como tarea o que no se avanzará mucho. Lo cierto es que no lo hemos probado y lo peor no sería obtener magros resultados, la verdadera derrota será no intentarlo siquiera. Bien pueden abrirse dos momentos (semanas) en este año para dedicarlos a esa tarea. La paz y la tranquilidad social dejarán de ser una lejana utopía en la medida que en los ciudadanos irrumpan verdaderamente en la vida pública. Somos más poderosos que los retos que amenazan hoy el Estado de derecho y la cultura de los derechos humanos. Vale.